lunes, 13 de julio de 2015

Capítulo Cuarenta y Cinco

 ESCENAS DE AMOR: DEL CINE A LA REALIDAD (I)


 Estoy harto de que mi pareja me recrimine que no soy nada romántico, y quizás por ello he visto la oportunidad en nuestra mudanza de recrear una de esas situaciones tan bonitas que ella mira pasmada en una película de sábado por la tarde, o en un libro de Federico Moccia: pintar el salón en pareja con música de fondo (ya sabéis, acabar manchados y revueltos en pintura haciendo el amor).

 La cosa "pintaba" bien, estábamos los dos adornando de colores las paredes de nuestro salón mientras puse intencionadamente la canción "ain't no mountain high enough", que convertía la escena en algo mucho más dreamer. Así pues, con cierto bailoteo espasmódico me acerqué a ella y le pinté dos líneas azules (o como dice ella, "color cian")  en sus mejillas con mis dedos; en ese momento supo que era el personaje de una peli, y me besó mientras me tiraba carraspazos de pintura y nos revolcábamos por el suelo.

 No solo me había dejado casi ciego, sino que mientras me desnudaba con la agresividad que el sexo requiere, tuve la sensación de estar pasando una prueba de Humor amarillo. Era tal el agobio que la giré y me puse encima suyo para dejar de tragar agua, sudor y pintura. En el spotify de mi portátil ahora sonaba la jodida publicidad, pues ya hace meses dejé de pagar la cuota; aunque la cosa empeoró cuando en mitad de la batalla, en la lista de "amor y lentas" que preparé, sonó "Yo no me doy por vencido" de Luis Fonsi.

 Estaba chillando de lo que yo creía que era placer (quiero recordar que no veía nada por el escozor en mis ojos) mientras yo jugaba a ser Barceló con mi brocha; no de manera muy placentera, porque entre el sudor y la pintura aquello era como meter una anguila en un barreño lleno de agua. Ella me azotaba con las manos mientras nos escurríamos hasta un ventilador de pie que me cayó encima y amenazó con jugar con las aspas en mi ojete, como si hiciéramos un trío. Era humillante, pero no era lo peor de todo.

 Yo, aún con los ojos cerrados dejé de notar su respiración y sus gritos, y al preguntarle si estaba bien no obtuve respuesta. Fue al agitarla cuando vislumbré que tenía clavada una puta espátula en la espalda (de no estar casi ciego por la pintura habría visto la jodida sangre) y que estaba medio inconsciente.

 Y ahí estaba yo, lleno de pintura y semi-desnudo en la sala de espera del hospital, con la entrepierna que me escocía como para meter los huevos en una bañera llena de talco, y amenizando la espera de los que ahí estaban. Solo pude reírme cuando por el pasillo escuché que una enfermera le decía a la otra: "¡tiene todo el coño pintado de color cian!"